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Equipo Infinito.



sábado, 6 de marzo de 2010

Supersticiones Marítimas


Los marineros se han refugiado siempre en una serie de creencias que les ayudan a soportar las duras condiciones de la vida en el mar. Cuando viajas en un barco sólo una débil estructura de acero (o madera) te separa de perecer en la inmensidad del océano. Las supersticiones aportan entonces una cierta sensación de control sobre elementos decisivos para la supervivencia, la mayor parte de las veces tan azarosos como, por ejemplo, las condiciones atmosféricas. Si no rompes ningún tabú y adoptas las medidas adecuadas la ira de los dioses se aplaca, la tormenta no estalla, el viento sopla favorable y tu barco llega sano y salvo a puerto.

Recogemos aquí creencias de épocas diversas:


1) Los barcos, como las personas. Cada navío tiene un nombre distinto y, en cierta manera, su propia personalidad. A veces se les personifica hasta el extremo de atribuirles buena o mala suerte. Siempre han existido barcos con fama de gafe, y otros de los cuales se decía que disfrutaban siempre de tiempo favorable y que, en ocasiones, si sus tripulantes necesitaban algún producto lo encontraban casualmente a la deriva.

La botadura de un barco equivale a su bautizo, y constituye un momento de bastante carga simbólica. La costumbre de romper una botella de champagne contra el casco tiene su origen en la antigüedad, cuando se vertía vino tinto en la cubierta como libación a los dioses del mar. Los vikingos hacían esta ofrenda con la sangre de algún prisionero sobre cuya espalda arrastraban el barco al bajarlo al mar.

El nombre del navío también es importante. Los armadores de épocas pasadas intentaban evitar aquellos relacionados con el fuego, los relámpagos o las tormentas. Según algunos, no se debía cambiar nunca el nombre del barco, aunque entre los piratas era práctica habitual.

2) Malos augurios. Existían fechas nefastas durante las cuales nadie debía abandonar el puerto. En el ámbito anglosajón se consideraba tentar a la suerte salir al mar los viernes (día en que crucificaron a Jesucristo), el primer lunes de abril (día en que Caín mató a Abel), el segundo lunes de agosto (día en que Dios Castigó a Sodoma y Gomorra) o el 31 de diciembre. Los miércoles, sin embargo, eran días favorables. Por otro lado, constituía un mal presagio escuchar las campanas de una iglesia desde el barco mientras este zarpaba.

También podía haber señales positivas. La mejor, los fuegos de San Telmo, esa luminiscencia que aparece en los extremos de los palos del barco bajo unas determinadas condiciones atmosféricas. No obstante, en algunas zonas se creía que si iluminaban a un marinero este moriría antes de que pasaran 24 horas.

3) Amuletos y objetos gafe. En la Isla de Man consideraban que una pluma de reyezuelo constituía un buen amuleto contra los naufragios y los ahogamientos, aunque sus propiedades sólo duraban doce meses. En otras zonas era habitual llevar un aro de metal en la oreja para alejar las tormentas.

Con el objetivo de proteger al barco y a su futura tripulación, los armadores colocaban una moneda bajo el palo mayor, tal vez como pago preventivo al barquero infernal Caronte. Una estrella polar dibujada en el extremo del bauprés también ayudaba. Sin embargo, la protección del barco y su tripulación recaía sobre todo en el mascarón de proa. En su origen, los mascarones iban dentro del barco, cumpliendo una función religiosa: primero como cabezas de animales sacrificados a los dioses, después estas fueron sustituidas por tallas de madera. Finalmente pasaron a la proa, bajo la forma de algún animal totémico o alguna deidad marina, hasta que a principios del XIX se popularizaron las figuras femeninas (vestidas o no), por la creencia de que su visión amansaba a los dioses del mar. Si el mascaron fallaba en su cometido, y por tanto el barco naufragaba, se le cortaba la cabeza para que no volviera a ser utilizado.

A bordo se consideraba que traían mal fario las flores y los paraguas. También entregar una bandera a alguien a través de los travesaños de una escalera o ponerse la ropa de un compañero fallecido antes de terminar la travesía.

4) Animales. En términos generales estaba mal vista la presencia en el barco de animales con pelo, al contrario que la de los animales con plumas. Aunque había excepciones: que un gallo cantase a bordo era una señal inequívoca de mala suerte, y la presencia de un gato siempre era apreciada, ya que mantenían a raya a los ratones y proporcionaban distracción a los marineros, aunque algunos creían que los de su especie podían invocar tormentas.

Aunque a veces una aleta de tiburón podía servir de talismán, un tiburón siguiendo al barco por el lado de popa presagiaba la muerte de algún tripulante.

Infligir daño a un albatros podía acarrear consecuencias nefastas, como las que sufre el protagonista del poema “La canción del viejo marinero”, de S. T. Coleridge, al parecer inspirado por la vida del corsario George Shelvocke, quien tras matar a un albatros tuvo siempre mal tiempo. La causa de este tabú radicaba en la creencia de que los marinos muertos se reencarnaban en albatros.

5) Pasajeros peligrosos. Uno de los grupos de supersticiones marineras más curioso es el referente a pasajeros supuestamente funestos. Resulta ya un clásico la creencia de que las mujeres a bordo atraen las tempestades. Los curas también suponían una presencia funesta, al igual que los finlandeses, que tenían fama de ser brujos capaces de hechizar el barco e invocar tormentas.

Pero con independencia de su nacionalidad o condición, cualquiera tenía prohibido silbar a bordo, actividad que podía despertar a los vientos y provocar un temporal, o hacer sonar el cristal de una copa, ya que esto provocaba en algun lugar distante el ahogamiento de un marino.

Los difuntos tampoco eran pasajeros apreciados. A nadie le gustaba transportar un ataúd en su barco, y los marineros que morían en alta mar eran arrojados al océano envueltos en una mortaja de lona con una bala de cañón dentro. La última puntada que cosía la mortaja atravesaba la nariz del fallecido, para que su fantasma no persiguiese al barco. Los ataúdes constituían una mala carga incluso vacíos.
6) ¡Hombre al agua! Pocas experiencias debe de haber más terribles que caer al agua en alta mar y ver cómo tu barco se aleja poco a poco. En épocas pretéritas muchos marineros no sabían nadar, y además se consideraba fuente de mala suerte rescatar a una persona que se estuviera ahogando. Suponía inmiscuirse en los asuntos de los dioses del mar o del destino. Por otro lado, cuando alguien moría ahogado, su cadáver, según creencia muy extendida, iba directo al fondo del mar, a los nueve días regresaba a la superficie y después se hundía definitivamente. Ver un cadáver durante ese breve periodo de tiempo era un mal presagio.

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