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Equipo Infinito.



sábado, 1 de enero de 2011

Los Enigmáticos Libros de la Sibila de Cumas


Cuando un peligro amenazaba a la República (y más tarde al Imperio), los magistrados romanos intentaban conocer los designios divinos antes de tomar cualquier decisión. Para ello recurrían a diversos métodos, siendo el más habitual la observación de las aves; pero en ocasiones los dioses permanecían mudos o su mensaje resultaba ininteligible. Entonces, como último recurso, y si la gravedad de la situación así lo requería, el Senado ordenaba consultar los Libros sibilinos, una misteriosa recopilación de oráculos que según la leyenda habían sido realizados por la Sibila de Cumas, y en los cuales se encontraba la respuesta a cómo proceder.

Las sibilas eran profetisas del dios Apolo. Durante la Antigüedad existieron varias diseminadas por el mundo helénico. El santuario de la de Cumas estuvo en funcionamiento en torno a los siglos V y VI a.C. en esta colonia griega situada sobre la cima de una montaña volcánica ubicada al noroeste de la bahía de Nápoles. La gruta de la Sibila se encontraba en las faldas del monte.

Quien quisiera consultar a la Sibila debía acudir a la caverna y atravesar su recta galería, de ciento siete metros de longitud, flanqueada por otras doce galerías más cortas a través de las cuales entraban los rayos del sol creando un vistoso efecto de alternancia entre luz y oscuridad. Al final había un vestíbulo en el cual el visitante esperaba a que se le comunicase el veredicto de la Sibila. Según cuenta Virgilio en la Eneida, esta transmitía su oráculo a través de aquellas aberturas laterales mediante cien voces distintas.

En la época imperial hacía tiempo ya que la Sibila de Cumas había callado para siempre. Sin embargo, su fama se conservaba intacta, así como su prestigio.

De ella se contaban muchos hechos maravillosos. Se decía que había nacido en la localidad griega de Eritras. El dios Apolo, que estaba enamorado de ella, había prometido concederle el deseo que quisiera. Ella pidió vivir tantos años como granos de arena pudiese contener su mano, a lo que Apolo accedió, con la única condición de que nunca regresase a su patria. Exiliada en Cumas, vivió más de 900 años, hasta que accidentalmente una carta proveniente de Eritras llegó a su poder. El sello de esta carta era de tierra, y la Sibila, al verla, murió casi en el acto.

Otra leyenda decía que la Sibila olvidó pedirle a Apolo que acompañase el don de la longevidad con el de la juventud. Poco a poco fue envejeciendo, disminuyendo de tamaño y arrugándose, hasta quedar convertida en un ser diminuto al que, como si se tratase de un canario, metieron dentro de una jaula que fue colgada en el templo de Apolo. Cuando los niños se burlaban de ella preguntándole qué deseaba, ella respondía: “Ya solo quiero morir”.

Con respecto a la llegada de los libros sibilinos a Roma, la tradición afirma que la Sibila de Cumas, cuando aún era lo suficientemente joven como para valerse por sí misma, había acudido a Roma a venderle al rey Tarquino el Soberbio nueve libros con sus predicciones. Tarquino se nego, esperando que la Sibila rebajase sus pretensiones económicas, pero entonces ella quemó tres libros, y le ofreció los seis restantes por el mismo precio. Como Tarquino rechazó la oferta, ella repitió la operación. Finalmente, el rey accedió a comprar los últimos tres libros.

Al principio, los libros se guardaban en un cofre de piedra del templo de Júpiter situado en el Capitolio. Su custodia recaía sobre un colegio sacerdotal formado primero por diez miembros (los decemuiri) y más tarde por quince (los quindecimuiri) nombrados entre personajes públicos. Ellos eran los únicos que podían leer los libros, y quienes los interpretaban (empleando procedimientos que se desconocen) cuando su consulta era aprobada por el Senado. Las recomendaciones que extraían de ellos hacían referencia sobre todo a rituales, sacrificios y ceremonias que Roma debía realizar para congraciarse con sus dioses.

En el año 82 a.C. un incendio destruyó el templo de Júpiter, y con él los libros proféticos, que fueron reemplazados por una recopilación de oráculos procedentes de distintas fuentes latinas, griegas y orientales. Octavio Augusto ordenó copiar estos nuevos libros, que eran nueve, y depositarlos en dos cofres de oro ubicados en el templo de Apolo del Palatino. A finales del siglo IV o principios del V, fueron destruídos por el general Estilicón, ya en las postrimerías del Imperio.

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